Esta última semana no había
duda de cual era el estreno más destacado. La nueva obra de
Alexander Payne, aplaudida por la crítica en la última edición del
Festival de Cannes, llegaba a las pantallas españolas.
Nebraska se presenta en un
elegante y amplio blanco y negro, repleta de paisajes evocadores y
realizada con ritmo lento, para reflexionar, para meditar sobre la
situación que se nos plantea. Es una película que construye a un
único personaje, un personaje que no habla, que solo se dedica a
expresar con su frío y distante comportamiento, con su brusca y
sincera forma de ser. Su actitud ante la vida no es más que una
capa, un tabique que intenta dejar atrás momentos que no gusta
recordar de un pasado innegable.
¿Qué es Nebraska? ¿un
lugar? ¿una esperanza? Nebraska es aquello por lo que hasta los más
castigados deben luchar, un objetivo y una ilusión que empuja a
nuestro corazón a seguir bombeando sangre una y otra vez. ¿Qué
sería la vida sin tener que luchar? ¿Sin tener que recorrer el
largo camino hacia Nebraska?
El personaje interpretado
magistralmente por Bruce Dern, viene de otra época, una época en
que las cosas se hacían de otra forma, te gustase o no. Ha vivido
mucho, pero ha disfrutado muy poco. Ha hecho unas veces lo que le han
mandado y otras veces lo que le ha tocado. Resulta sorprendente como
Payne consigue dar tanta profundidad a un personaje usando como
herramientas principales los individuos y espacios que rodean al
protagonista. El individuo que estructura la historia siempre está
presente de forma física, pero lo que su mente abarca debe ser
construido por el propio espectador mediante las pistas que nos
ofrece este viaje a Nebraska.
Al igual que en Los
descendientes (2011) el
argumento de esta historia bien podría servir para un telefilme de
domingo por la tarde. Pero su exquisita realización, la belleza de
sus planos, el genial planteamiento de la historia y la solidez de
sus personajes encumbran la película hasta las cotas más altas que
nos ofrece el cine actual, y no hacen más que denotar una magistral
calidad tras la cámara.
La
interpretación de Brece Dern como Woody Grant es cosa aparte, una
genialidad que muestra la lucha por el esfuerzo de toda una vida de
calumnias y sufrimientos, que parece no haber recibido sus frutos. La
imagen que el protagonista transmite al espectador, y a su propio
hijo, se transforma conforme el viaje avanza, observando atónitos
cuando llegamos a la parte final del film que Woody ha soportado
mucho más de lo que sus palabras expresan o podrían expresar jamás.
Y como tributo a toda una vida, la cabalgata final recorre esa
infinita carretera que desaparece por el horizonte donde acaban los
verdaderos héroes.
Alfonso
Cañadas para Cine a la Carbonara.
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