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4 de octubre de 2015

[CRÍTICA] Los exiliados románticos: oda a la libertad creativa


Los exiliados románticos es el tercer largometraje del director Jonás Trueba, gran promesa del cine español que ha encontrado un lugar personal y diferente dentro de la cinematografía de nuestro país. En Todas las canciones hablan de mí (2010) y Los ilusos (2013) deja claras sus influencias cinematográficas principales: la esencia de directores como Éric Rhomer, François Truffaut o Woody Allen se respira en sus fotogramas. En Los exiliados románticos no iba a ser menos: tres amigos deciden pasar el verano viajando por Francia con su furgoneta, sin un propósito concreto, disfrutando del recuerdo de ciudades extranjeras en donde conocieron amores idílicos.


Como los propios créditos finales indican, la película se rodó “sobre la marcha” durante el verano de 2014. Es decir, el equipo emprendió el viaje que los mismos protagonistas realizan en la ficción, construyendo el guion en el camino, partiendo de una base redactada y construyendo los cimientos finales reescribiendo el esqueleto básico, sobre todo dejando una gran libertad para la improvisación. Así, con una propuesta veraniega y fresca que recuerda indiscutiblemente a la atmosfera del cine de Rohmer, Los exiliados románticos es una película completamente libre, en donde se captura para la eternidad las bromas y pasatiempos absurdos y aparentemente intrascendentes de unos chicos que hacen que los espectadores se sientan identificados con ellos.


Sus protagonistas son tres jóvenes –no tan jóvenes– que pasan el tiempo y se ríen como pre-adolescentes en un mundo de adultos, a la vez que se embarcan en la búsqueda de amores ideales, pero efímeros. Así se retratan valores universales como la amistad y el amor, de igual manera que se reflexiona sobre la pérdida de la juventud. Vito, Francesco y Luis parecen ser espontáneos, naturales e impulsivos, aunque realmente se refugian en esa imagen por miedo a dar el siguiente paso para la vida adulta, el compromiso. Por otro lado se encuentran los tres personajes femeninos, el contrapunto a los ideales de los tres hombres: son mujeres realistas y poderosas, que buscan las responsabilidades típicas de una vida normal como tener hijos o comenzar una relación sentimental seria. Ellas, aparte de representar el amor idílico, también son la influencia definitiva que provocará el inevitable crecimiento de los personajes masculinos (conservando, por supuesto, el espíritu juvenil que les caracterizan).

La película, de una hora escasa de duración, comienza con un ritmo lento que progresivamente va acelerando. Poco a poco el espectador se sumerge en la vida de los carismáticos protagonistas, convirtiéndose en uno más de la pandilla, riendo y opinando de cada chiste o cada tema transcendental que discuten. Así se construye una película basada en escenas cotidianas y anecdóticas que pueden formar parte de cualquier vida, esos pequeños momentos que parecen nimiedades pero que realmente contribuyen a nuestra forma de ser.


Además, también se aprecian detalles que juegan con el cine dentro del cine (En Los ilusos también lo hacía): por ejemplo, la conversación que mantienen dos de las protagonistas femeninas en donde discuten sobre el test de Bechdel para determinar si una película es machista o no, o los momentos en los que la compositora de la banda sonora, Miren Iza y su grupo Tulsa, aparece en varias escenas. Además los propios protagonistas la reconocen y acaban tarareando  una canción que se convierte en la definición de su particular verano.

De esta manera, Los exiliados románticos se convierte no solo en la película que captura a la perfección la atmósfera estival y nostálgica del verano, sino que se define como un experimento cinematográfico completamente libre, atrevido y con un resultado sincero y honesto, sin ningún tipo de pretensión, toda una declaración de amor al cine.


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