Cuando
en 1995 se estrenó Ghost in the Shell (el
alma de la máquina) Mamoru Oshii nos presentó una obra sobre el libre
albedrío y los límites de la libertad individual del ser humano. El director japonés
nos trasportó a un futuro cercano, donde tras una apariencia similar a la actual,
nos proponía una reflexión sobre lo que nos hace verdaderamente humanos, es
decir, sobre nuestra identidad como seres racionales, capacitados para
reflexionar y decidir sobre nuestras acciones. No en vano, el cine japones de
posguerra siempre había circulado sobre los temas relativos a la condición
humana, sin duda motivados por sus propias experiencias históricas. Japón tuvo
que refundar sus propios rasgos e idiosincrasias tras el fin del conflicto
bélico, algo que marcó profundamente su propio estilo como nación. La
generación de posguerra tuvo que hacer frente a la necesidad de reformular su
propia personalidad, destruida, al igual que el resto de Japón, tras el
lanzamiento de las bombas atómicas. El nuevo orden mundial impuso la paz, y con
ello una nueva identidad a la que debieron acostumbrarse. El cine japonés se
centró, desde entonces, en mostrar una diatriba moral sobre el camino a seguir
para un país que durante un siglo se había enfocado hacia una expansión
imperial motivada por la creencia de una superioridad racial.
La
nueva película de Ghost in the Shell sin
embargo, prescinde de ese panorama, intentando dar cabida a una nueva historia
que trasporte al espectador al universo original a la par que le infunde la
idea de algo totalmente nuevo. Empero, a pesar de la intención del director,
Rupert Sanders, de hacer establecer relación entre ambas a través de imágenes
visualmente similares, toda la película se estructura bajo una dinámica de
acción y violencia, donde el diálogo y el debate filosófico que caracterizaban
a la original quedan sesgados, fluyendo como una corriente secundaria e incluso
insustancial para el resto del film, excesivamente masticado y preparado para
el público en general, eliminando el elemento metafísico y ético del debate de
los límites humanos. Es decir, nos encontramos enfrente de un blockbuster, con
todos aquellos elementos que lo caracterizan, que si bien está hilvanado de
forma correcta, no presenta elementos destacables.
Si en la original Mamoru
Oshii nos trasportó a un mundo distópico y cruel presentado de forma intensa en
pequeños fragmentos transitorios, que permitían intuir la ciudad como un organismo
vivo, con un alma particular formada por todos los seres que la habitaban, en
esta ocasión el contexto no queda bien remarcado en el film. La ciudad, como
espacio donde se construye la identidad y donde se producen todas las
relaciones humanas, queda expresada como un armatoste vacío y sin sentimientos,
presentada como un pretexto, para ambientar el argumento, sin darle la
significación suficiente. Ello determina a unos personajes escasamente
desarrollados, y planos, a excepción de la protagonista. El maniqueísmo de la
película está marcado con unos personajes muy separados dentro de una dicotomía de
buenos y malos, como muestra el villano principal, íntegramente estereotipado
cuya motivación de sus actos debe estar amparada en un afán de obtener más
poder, pero en lo que no llega a profundizarse en el trascurso de la trama. En definitiva,
drama, romance, disparos, luces estroboscópicas, y venganza disfrazada de
justicia describen las bases de este remake.
Israel Vivar
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