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7 de abril de 2017

[CRÍTICA] GHOST IN THE SHELL: Sin alma en la máquina.


Cuando en 1995 se estrenó Ghost in the Shell (el alma de la máquina) Mamoru Oshii nos presentó una obra sobre el libre albedrío y los límites de la libertad individual del ser humano. El director japonés nos trasportó a un futuro cercano, donde tras una apariencia similar a la actual, nos proponía una reflexión sobre lo que nos hace verdaderamente humanos, es decir, sobre nuestra identidad como seres racionales, capacitados para reflexionar y decidir sobre nuestras acciones. No en vano, el cine japones de posguerra siempre había circulado sobre los temas relativos a la condición humana, sin duda motivados por sus propias experiencias históricas. Japón tuvo que refundar sus propios rasgos e idiosincrasias tras el fin del conflicto bélico, algo que marcó profundamente su propio estilo como nación. La generación de posguerra tuvo que hacer frente a la necesidad de reformular su propia personalidad, destruida, al igual que el resto de Japón, tras el lanzamiento de las bombas atómicas. El nuevo orden mundial impuso la paz, y con ello una nueva identidad a la que debieron acostumbrarse. El cine japonés se centró, desde entonces, en mostrar una diatriba moral sobre el camino a seguir para un país que durante un siglo se había enfocado hacia una expansión imperial motivada por la creencia de una superioridad racial. 

La nueva película de Ghost in the Shell sin embargo, prescinde de ese panorama, intentando dar cabida a una nueva historia que trasporte al espectador al universo original a la par que le infunde la idea de algo totalmente nuevo. Empero, a pesar de la intención del director, Rupert Sanders, de hacer establecer relación entre ambas a través de imágenes visualmente similares, toda la película se estructura bajo una dinámica de acción y violencia, donde el diálogo y el debate filosófico que caracterizaban a la original quedan sesgados, fluyendo como una corriente secundaria e incluso insustancial para el resto del film, excesivamente masticado y preparado para el público en general, eliminando el elemento metafísico y ético del debate de los límites humanos. Es decir, nos encontramos enfrente de un blockbuster, con todos aquellos elementos que lo caracterizan, que si bien está hilvanado de forma correcta, no presenta elementos destacables. 


Si en la original Mamoru Oshii nos trasportó a un mundo distópico y cruel presentado de forma intensa en pequeños fragmentos transitorios, que permitían intuir la ciudad como un organismo vivo, con un alma particular formada por todos los seres que la habitaban, en esta ocasión el contexto no queda bien remarcado en el film. La ciudad, como espacio donde se construye la identidad y donde se producen todas las relaciones humanas, queda expresada como un armatoste vacío y sin sentimientos, presentada como un pretexto, para ambientar el argumento, sin darle la significación suficiente. Ello determina a unos personajes escasamente desarrollados, y planos, a excepción de la protagonista. El maniqueísmo de la película está marcado con unos personajes muy separados dentro de una dicotomía de buenos y malos, como muestra el villano principal, íntegramente estereotipado cuya motivación de sus actos debe estar amparada en un afán de obtener más poder, pero en lo que no llega a profundizarse en el trascurso de la trama. En definitiva, drama, romance, disparos, luces estroboscópicas, y venganza disfrazada de justicia describen las bases de este remake. 
Israel Vivar


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