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14 de junio de 2015

[CRÍTICA] Timbuktú: Aprendiendo a mirar de otra manera

Desde occidente estamos acostumbrados a las noticias trágicas del terror causadas por el extremismo islámico. También son habituales las películas que tratan este tema de manera simple, burda, sentimental,de forma completamente externa y sin ningún atisbo de empatía por el pueblo islámico en general. Por eso, en una sociedad cada vez más polarizada por la simpleza social de los medios y su necesidad inmediata de catalogar y simplificar son más necesarias que nunca películas como Timbuktú de Abderrahmane Sissako.


Posiblemente sea por su origen (nacido en Mauritania) pero estamos ante una película cuya principal fuerza está en la posición de la mirada que hay tras la cámara. Pocas veces una película africana (co-producción francesa)  tiene tanto recorrido internacional; nominación a los Oscars, Sección  Oficial en Cannes, 7 premios Cesar y lo más raro aún, ha llegado a ciertos cines de España. Timbuktú nos cuenta una historia que nos es ajena y, por ello más valiosa, una historia de terror yihadista pero no a un pueblo occidental ni no musulmán. Oh, sorpresa, la Yihad es un problema mucho más grave para los propios pueblos árabes, obligados a convivir con un régimen extremo con capacidad, mediante las armas, para hacer su ley, que no la de Ala. El pequeño poblado de Mali, Tombuktú se ve reprimido día a día por una especie de policía fanática que patrulla la ciudad impidiendo a sus habitantes disfrutar de una vida tranquila. La música, las reuniones o el fútbol están prohibidos bajo pena de latigazos, la sospecha de adulterio significa una lapidación. El principal protagonista es un pastor que habita  a las afueras del pueblo, creyéndose ajeno a la influencia del comando armado, pero un trágico accidente le pondrá en grave peligro.


Sissako no nos trae una narración de thriller ni nos presenta una película de buenos y malos o un melodrama, su mirada es mucho más inteligente y menos manipuladora sin que, por ello, su voz de protesta pierda fuerza. Lo que ocurre en el poblado se ve con normalidad,  sin grandes eventos, como un simple avanzar de los días en los que asistimos a lo que, de verdad, y esto es lo importante, es vivir bajo la sombra de la yihad.


Otro de los puntos fuertes de la película es su exótica belleza natural, con una fotografía cuidada y siempre a gran altura sin necesidad de recurrir a composiciones de postal que edulcoren equivocadamente el relato.


Sin embargo, a veces, quizás por la contaminación costumbrista de la narración occidental, el montaje y el suceder de los hechos, así como ciertas transiciones de planos y la forma de reflejar los momentos álgidos de la historia resultan extraños y fallidos, dejando la sensación de que Sissako avanza en la dirección correcta sin nunca llegar a alcanzarla.

Esperamos que iniciativas como el FCAT, Festival de Cine Africano de Córdoba, que ya va por su duodécima edición hagan más accesible el cine de un continente que tiene mucho que decir y muchas formas de hacerlo.


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