Desde occidente estamos
acostumbrados a las noticias trágicas del terror causadas por el extremismo
islámico. También son habituales las películas que tratan este tema de manera
simple, burda, sentimental,de forma completamente externa y sin ningún atisbo
de empatía por el pueblo islámico en general. Por eso, en una sociedad cada
vez más polarizada por la simpleza social de los medios y su necesidad
inmediata de catalogar y simplificar son más necesarias que nunca películas
como
Timbuktú de Abderrahmane
Sissako.
Posiblemente sea por su origen (nacido
en Mauritania) pero estamos ante una película cuya principal fuerza está en la
posición de la mirada que hay tras la cámara. Pocas veces una película africana
(co-producción francesa) tiene tanto
recorrido internacional; nominación a los Oscars, Sección Oficial en Cannes, 7 premios Cesar y lo más
raro aún, ha llegado a ciertos cines de España.
Timbuktú nos cuenta una historia que nos es ajena y, por ello más
valiosa, una historia de terror yihadista pero no a un pueblo occidental ni no
musulmán. Oh, sorpresa, la Yihad es un problema mucho más grave para los
propios pueblos árabes, obligados a convivir con un régimen extremo con
capacidad, mediante las armas, para hacer su ley, que no la de Ala. El pequeño
poblado de Mali, Tombuktú se ve reprimido día a día por una especie de policía fanática que patrulla la ciudad impidiendo
a sus habitantes disfrutar de una vida tranquila. La música, las reuniones o el
fútbol están prohibidos bajo pena de latigazos, la sospecha de adulterio
significa una lapidación. El principal protagonista es un pastor que
habita a las afueras del pueblo, creyéndose
ajeno a la influencia del comando armado, pero un trágico accidente le pondrá en
grave peligro.
Sissako no nos trae una narración
de thriller ni nos presenta una película de buenos y malos o un melodrama, su
mirada es mucho más inteligente y menos manipuladora sin que, por ello, su voz
de protesta pierda fuerza. Lo que ocurre en el poblado se ve con
normalidad, sin grandes eventos, como un
simple avanzar de los días en los que asistimos a lo que, de verdad, y esto es
lo importante, es vivir bajo la sombra de la yihad.
Otro de los puntos fuertes de la
película es su exótica belleza natural, con una fotografía cuidada y siempre a
gran altura sin necesidad de recurrir a composiciones de postal que edulcoren
equivocadamente el relato.
Sin embargo, a veces, quizás por
la contaminación costumbrista de la narración occidental, el montaje y el
suceder de los hechos, así como ciertas transiciones de planos y la forma de
reflejar los momentos álgidos de la historia resultan extraños y fallidos, dejando la sensación de que Sissako avanza en la dirección correcta sin nunca llegar
a alcanzarla.
Esperamos que iniciativas como el
FCAT, Festival de Cine Africano de Córdoba, que ya va por su duodécima edición
hagan más accesible el cine de un continente que tiene mucho que decir y muchas
formas de hacerlo.
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