Después de la asombrosa La gran belleza, el director italiano
Paolo Sorrentino vuelve con La juventud,
alejado de su país natal pero, de nuevo, con la búsqueda de la belleza y el
deseo como principales objetivos. Después de su paso por Cannes, La juventud
se alzó en los Premios del Cine Europeo con tres galardones, el de Mejor
Película, Director y Actor Protagonista para Michael Caine.
En un balneario suizo de lujo,
donde conviven estrellas de cine (Paul Dano), cineastas (Harvey Keitel),
compositores como el protagonista (Michael Caine) o incluso el mismísimo Diego
Armando Maradona, la vida transcurre en calma. La juventud no trata de otra cosa que de la vejez, del paso del
tiempo, los recuerdos del amor, la soledad, la amistad y el sentido de la ardua
duración de la existencia. El reparto, completado con Rachel Weisz está
maravilloso, siendo los momentos entre dos gigantes como Harvey Keitel y el
excepcional Michael Caine los más deliciosos de la película, cómicos,
encantadores y sinceros.
Pero no todo es negro y las cosas
siempre se pueden ver de otra manera. En un momento determinado de la película,
el personaje de Paul Dano parece convertirse por un momento en Sorrentino
cuando dice “hay que elegir entre contar el horror y el deseo, y yo elijó el
deseo”. Sorrentino ha elegido este camino y es fiel a sí mismo. Es cierto que
no alcanza las cotas sublimes de muchas imágenes de La Gran Belleza, él es consciente y por ello sitúa estas delicadas
imágenes en un balneario para jubilados, escenario claramente satírico y
ridículo donde la mundanidad y lo superficial reinan por completo como ya
avanzaba “el rey de los mundanos” de La
Gran belleza. Ya no estamos ante una obra que busque la belleza perdida en
la siguiente esquina sino en una que se pregunta por qué esa belleza nunca
volverá a nosotros. Estamos ante una película que no encuentra la belleza de
verdad porque ya no existe como tal, solo cabe recordarla.
El torrente de temas
trascendentales que plantea Sorrentino de forma superficial, algo achacado por
muchos como falta de profundidad sirve para despertar en el espectador el
placer de pensar sin poseer una respuesta ya dada y dejar, de esta manera,
volar la mente con las vacuas imágenes del realizador. La intención de resolver
dichas preguntas sí sería, como se le achaca a Sorrentino, algo presuntuoso. El
director italiano abre su narrativa más y más en un viaje visual que parece más
mental que nunca, sirva el último plano de ejemplo, para hacer volar nuestra
mente por lo más mundano, carnal y deseoso del mundo material que nos derrite
la mente con su presencia diariamente.
Por Rafael S. Casademont
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