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6 de diciembre de 2016

[CRÍTICA] La llegada: la coherencia de lo aparentemente incoherente


Nota: Con todo o casi todo dicho acerca de la nueva obra de Denis Villeneuve, La llegada; en cosonancia con la película, este escrito se ha permitido alterar levemente su estructura temporal de lectura lineal y crear un corpús menos enlazado. Sin embargo, se ha intentado conseguir un texto coherente y perfectamente legible.

El cine es, entre otras cosas, un medio de comunicación. Hacerlo, por otro lado, es un arte de cohesión y coherencia entre elementos muy dispares sintetizados en torno al espacio y al tiempo. Toda película suele estar llena de mensajes que se nos transmiten de forma más o menos directa a través de la trama y su contexto. Algunas, las mejores, consiguen pasar de ser meros vehículos transmisores de información para convertirse por sí mismas en mensajes. La llegada logra la sincronía de todos sus niveles de significado y forma para convertirse en uno de los mejores ejemplos de coherencia del cine reciente, tan poblado de películas inertes como de supuestos radicalismos altamente inestables.

La llegada es el mensaje. El espacio, un vacío entre dos opuestos. El tiempo, un palíndromo visual. La forma es fondo y el fondo es forma. Villeneuve es un autor independiente y un artesano rendido a Hollywood.


¿Por qué? La llegada cuenta la historia de una experta lingüista, interpretada con minimalismo, empatía y emocionante contención gestual por Amy Adams, que es elegida por su gobierno para comunicarse con una de las 12 naves extraterrestres que han aterrizado a lo largo del globo. El hándicap de los diferentes lenguajes sitúa a la protagonista entre nuestro mundo, temeroso y violento, lleno de aparatos pero sin verdadera comunicación, frente a una pared blanca con dos extraños seres al fondo. Volvamos a los niveles, externos e internos del relato. La protagonista se encuentra comunicándose entre dos mundos incomunicables, en medio de ellos. Ese es el espacio, como lo es el de Villeneuve en Hollywood y el de la propia película en el blockbuster.


Denis Villeneuve, director canadiense de obras tan destacables como Incendies (2010), Enemy (2013), Prisioneros (2013) o Sicario (2015) consigue con su nueva película, a la espera del estreno de la segunda parte de Blade runner (proyectada para el 2017), mantenerse entre la masa industrial y la personalidad artística. Ante todo, La llegada es una gran producción de ciencia ficción americana, un aparato complejo e inalcanzable para otros donde una gran factura técnica ya significa más bien poco.  Sin embargo, La llegada es diferente. ¿Por qué? La forma en la que su realizador está consiguiendo, en cada película, adentrarse en la esfera del gran Hollywood y, a la vez, regalarnos singularidad e inteligencia (una habilidad casi extinta que vivió su edad dorada con los maestros clásicos) es el primero de nuestros signos de coherencia, Villeneuve es un vaso comunicante entre dos mundos. En una sociedad y en un cine sin clase media, donde el cine de autor y el indie han caído en un uso abusivo y falaz, La llegada es una paradoja de convivencia. Una película de autor y de estudio, un mensaje independiente, inteligente y estimulante de 47 millones de euros que nos remite a otra época donde estos dos mundos aún eran cercanos, el de la semejante en argumento Encuentros en la tercera fase (Steven Spielberg, 1977).



La pieza de cámara teatral como blockbuster de Ciencia ficción. ¿La ciencia ficción iba de rayos láser o de enseñarnos, mediante metáforas y paradojas quienes somos y quienes podemos ser en realidad? La lengua de los aliens, adscrita a unas reglas del juego completamente distintas, obliga a pensar en el tiempo. De nuevo, los niveles. La coherencia de la que hace gala La llegada. El lenguaje como arma, como herramienta, como magia, como todo. Una hija puebla la mente de la protagonista, el lenguaje las rodea a ambas. La atmósfera de la película, el elegante minimalismo de su diseño de producción, su apagado contraste y la quietud de su cámara nos muestran una historia como una sucesión, suspendiéndonos en un entorno envolvente de tiempo y espacio, llamado película, en donde nos olvidamos de ambos. El tiempo, finalmente, estructura la historia de la película en relación al mensaje de su trama, de la misma forma que el montaje y todo el sobresaliente apartado visual estructura su maquinaria. Coherencia espacio-tiempo que, lejos de remitirse a Gravity (Alfonso Cuarón, 2013) o al efectismo sentimental de Interstellar (Christopher Nolan, 2014) propone dialogar con El árbol de la vida (Terrence Malick, 2011) y 2001: una odisea del espacio (Stanley Kubrick, 1968) mientras recuerda a Ex-machina (Alex Garland, 2015) y la citada obra de Spielberg. 


Por Rafael S. Casademont

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