La mejor película, en lo que va
de siglo, de Quentin Tarantino. Los odiosos ocho supone el perfeccionamiento de
todas las características cinematográficas que han hecho un autor reconocido en todo el
mundo al californiano. Volviendo a la esencia de Reservoir dogs, confiando en
su talento y añadiendo todo lo que puede añadir alguien que puede hacer ya lo que
quiera Tarantino vuelve a acercarse a una obra maestra.
Recuperando la esencia narrativa
de Agatha Christie, nueve desconocidos (también es su novena película y no la octava como se anuncia con tono bromista) encerrados en una sola estancia durante
una ventisca se irán conociendo y revelando sus cartas, con consecuencias obviamente
catastróficas. El reparto, absolutamente espectacular (en especial Samuel L.
Jackson y Jennifer Jason Leight) recitan de forma arrebatadora esas diálogos
únicos que solo escribe el bueno de Quentin. La creación de personajes, las
situaciones únicas y esos maravillosos momentos de eterno diálogo suspendidos
en el tiempo que son marcas de la casa no faltan, con originalidad y un humor
igual de gamberro que siempre. Mención especial merece el personaje de Jackson que
parece, en su diálogo con el general, interpretado por Bruce Dern, acercarse a
la gloria de su icónico diálogo en Pulp Fiction.
De nuevo, encontramos en el
guión la cumbre de una película que, sin embargo, es mucho más. El examen,
acertado, intersantísimo y arrebatador que Tarantino propone sobre las brechas
raciales y las huellas de la guerra de secesión americana dan al espectador, con
ganas de algo más que violencia y humor, un sustento más que suficiente para ver
que el enfant terrible de Hollywood
también puede examinar la conciencia de su país sin perder un ápice de frescura
gamberra. De nuevo vuelven los “niggers” que tanto cabrean a Spike Lee.
Al contrario que en Django, desencadenado, tan
extrema, radical y disfrutable como irregular y, finalmente, fallida Los
odiosos ocho si nos resurge en el estomago esas sensaciones que solo nos dejaba
el mejor western clásico a los que tan poco se parece sobre el papel, ese sabor a película de verdad, de quien sabe lo que hace. La excepcional música de Ennio Morricone y la fotografía,
realizada en Panavisión 70 mm como no se hacía desde el año 1966 terminan por
redondear el aroma a grandeza que desprende este western, con lo mejor del
género y a la vez con lo más moderno. Algunos achacan a Tarantino que los 70 mm
están desaprovechados en una obra semi teatral como esta, pero nada más lejos
de la realidad. Es muy cierto que, especialmente, en los primeros diez minutos
de película la grandeza de la imagen apabulla pero es en su interior, en la
habitación cuando dicha grandeza de imagen permite ver todas las miradas,
todos los objetos, todos los colores, lo cual convierte este planteamiento
teatral en cine con mayúsculas.
Es cierto que el nivel de descaro
que posee Tarantino le lleva a cometer algunos errores, probablemente a la
película se le podría quitar media hora de su primera mitad. La fragmentación
por capítulos quizás también este algo forzada. Sin embargo, el resultado
final, la fotografía, la música, los diálogos, el reparto, los personajes, la historia en
definitiva, se desarrolla como un todo de forma grave,
brutal, madura y con autentico sabor a buen cine. Tarantino ha vuelto, aunque es cierto, nunca se llegó a ir del todo.
Por Rafael S. Casademont
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