Sí hay una película de la que se
ha hablado y debatido este año esa es El
hijo de Saúl. La película húngara, dirigida por el debutante en el largo
László Nemes (antiguo ayudante de dirección de Béla Tarr, entre otros) vuelve a
proponer una nueva forma de retratarnos el holocausto nazi.
El nazismo y sus representaciones siempre han sido un arduo tema de debate. A lo largo de la historia del cine se ha tratado lo sucedido desde diferentes
perspectivas e intenciones y, alrededor de ello, ha surgido un debate que parece
imposible evitar al oír hablar de esta película, Premio del Jurado y FIPRESCI
en Cannes y, ahora, nominada al Oscar a Mejor Película de habla no inglesa.
Para el intelectual, el crítico o el cinéfilo veterano, la representación del
nazismo viene dada por dos nombres. Shoah
de Claude Lanzmann es uno de ellos, un monumental documental de casi diez horas
de duración formado únicamente por testimonios de personas que habían vivido lo
sucedido. Sin acudir a imágenes o recreaciones de los hechos narrados, el
mítico documental fuerza al espectador a imaginar, sin ayuda, los increíbles hechos
que le están contando. Noche y niebla (siguiente foto) sería la otra cara de la moneda. El documental de escasa media hora de Alain
Resnais utiliza imágenes de archivo de los campos intercaladas con grabaciones
propias de los mismos campos ahora vacíos, solo ocupados por la cámara y, por
lo tanto, por el espectador. Acompañada por una irónica voz en off este
documental transmite un extraño sentimiento de atracción y terror verdadero.
Ambos documentales se acercaban
de forma diferente a lo sucedido, con una clara propuesta estética, formal y
narrativa que las posicionaba también moralmente en torno a los sensibles
hechos que trataban en resonancia a los numerosos escritos del mundo
intelectual y académico sobre las implicaciones morales de rodar o recrear el
horror. No obstante, faltaba por llegar Hollywood y las películas que el
espectador medio tendrá más en mente. Adoradas por la taquilla, los Oscars y
demás, películas también de indudable calidad, como La lista de Schindler, El
pianista o La vida es bella (siguiente foto) convirtieron, con sus historias apasionantes, emocionales y novelescas, el
holocausto en el rey de los espectáculos. Aunque mucha gente se tira de los
pelos, no seré yo quien entre a debatir si convertir la mayor desgracia de la
sociedad occidental del pasado siglo en un marco inmejorable para la
fabricación de arrebatadoras escenas lacrimógenas es moral o no. Sí me gustaría
dejar claro que es un hecho ineludible y, pretender que, en pleno siglo XXI,
algo quede fuera de sucumbir a la espectacularización es una quimera
inalcanzable. Por algo Guy Debord habló de La
sociedad del espectáculo.
Sí me he permitido escribir todo
esto antes de hablar de la película es porque El hijo de Saúl se ha autoproclamado como la antítesis de La vida es bella, cuyos valores hay que
corregir para no desvirtuar lo sucedido en los campos, ahora convertidos en
reclamos turísticos, objetos de selfies y audioguías. La película de László Nemes cuenta la historia de un miembro del “Sonderkommando” (judíos encargados
de los hornos de exterminio, aislados del resto para no difundir el secreto) en Auschwitz que, en vez de pensar en
contribuir con sus compañeros a la fuga del campo (tan real históricamente como
finalmente fallida) se empeña en enterrar el cadáver de un niño que sobrevivió
a los hornos durante unos minutos. No sabemos si es su hijo como asegura,
cuesta creerlo, tampoco si simplemente ha perdido la cabeza por la situación
pero toda la película seguirá a Saúl buscando un rabino y un entierro digno
para un muerto mientras, a su alrededor, la matanza crece a cada escena. Como se
aprecia fácilmente, es obvio el paralelismo con el argumento de La vida es bella en donde un padre
intentaba salvar a su hijo de la muerte.
El planteamiento formal de la
película también es destacable. Como hemos dicho, hay formas y formas de
acercarse al horror y Nemes ha elegido una nueva y muy aplaudida apuesta formal
donde la cámara, siempre en movimiento, sigue a Saúl divisando su espalda. La
escasísima profundidad de campo provoca que solo este enfocado Saúl y lo que
está a su altura dejando toda la violencia de alrededor desenfocada, todo ello
rodado en planos largos cuya duración suele rondar los cuatro minutos. Con este
planteamiento, la violencia desenfocada, el seguimiento de un “Sonderkommando”,
la visión pegada a sus hombros, la película ha ganado la alabanza de la
crítica y de intelectuales como Claude Lanzmann (director de Shoah) o George Didi-huberman (Imágenes pese a todo).
Sin embargo, el debate parece
dejar fuera lo principal a la hora de hablar de la película. Aunque es difícil
no hablar de una película sobre el holocausto sin compararla con el resto de
grandes nombres del subgénero, al final, qué es lo que ve el espectador en la
sala. Lo cierto es que, pese a su apuesta formal, la irracionalidad de las acciones
del protagonista así como un pesado y, a la larga, agotador planteamiento
formal, provocan en El hijo de Saúl un
distanciamiento que no permite disfrutar de la película. Como se ve claramente,
es una película que da que hablar y que pensar, pero no llega nunca a
contagiarnos con su historia, a hacernos participes de las acciones de su
protagonista. Obviamente la construcción de La
vida es bella es más falsa y artificial, sin embargo, pocos espectadores se
verán más afectados por El hijo de Sául
cuya propuesta de llevarnos al corazón de Auschwitz se ve empeñada por una historia
demasiado irreal y monótona.
Viendo el cortometraje, también
de Nemes, With a little patience, de
formas e historia similar pero teniendo como protagonista a una funcionaria de
dicho campo de concentración, es inevitable pensar que la historia hubiera sido
más interesante, por su extrañeza narrativa que parece caer con el paso de los
minutos y por su invitación a imaginar y crecer en el debate postvisionado,
como mediometraje.
Por Rafael S. Casademont
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