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23 de enero de 2017

[CRÍTICA] La La Land: La ciudad de los sueños



La gran favorita de la temporada americana de premios es La La Land, tercera película de Damien Chazelle nacida a partir del perfeccionamiento de las ideas y argumentos de sus dos obras anteriores (Whiplash en 2014 y Guy and Madeline on a Park Bench en 2009) y la ambición de recuperar la esencia del musical clásico americano.


Por encima de todo, el musical clásico representa la mayor seña de identidad del cine americano, el desvergonzadamente único y orgulloso objetivo de hacer, sin más, disfrutar a su público. Llenos de tramas enclenques, fáciles y romanticonas, la gran virtud del musical estaba en conseguir, mediante su forma, sublimar su raquítico fondo y diluir su relato en un viaje sin accidentes, un trance sin preocupaciones, del que el espectador formase parte. Esto permitía al musical prescindir del realismo de su trama, luchando siempre por ese algo más, sin preocuparse por la lógica. Sin embargo, con la muerte (nunca completada) del clasicismo, el musical empezó a rebelarse y a admitir los giros más oscuros y amargos en sus tramas. Clásicos como Ámame esta noche (Rouben Mamoulian, 1932), Sombrero de copa (Marc Sandrich, 1935) o la majestuosa Cantando bajo la lluvia (Stanley Donen y Gene Kelly, 1952) empezaron  a sentir la trágica compañía de obras tales como West Side Story (Robert Wise, Jerome Robbins, 1961), Los paraguas de Cherburgo (Jacques Demy, 1964), Cabaret y All The Jazz (Bob Fosse, 1972 y 1979)  y la más radical y consciente ruptura del carácter positivo propio del género, Bailar en la oscuridad (Lars Von Trier, 2000).


Siendo Whiplash un claro ejemplo de este segundo grupo, Chazelle podría haber elegido contener o, por el contrario, abordar todo el pesimismo propio del musical contemporáneo en su propuesta clásica, sin embargo, el resultado es mucho más interesante, un hibrido que compagina su personalidad clásica con su existencia contemporánea. La La Land sucede en Los Ángeles (L.A), pero no en la ciudad real de Estados Unidos, sino en la ciudad del cine, un espacio maleable donde lo único que existe es lo que existe en el cine y en la película, un espacio de imaginación y sueño como el Brigadoon de Vincente Minelli (Brigadoon, 1954). Como el cine, aquí y ahora, es una fábrica de sueños, los habitantes de esta ciudad de Los Ángeles se dedican a buscar el suyo. Por un lado, Emma Stone (galardonada con el Premio a Mejor actriz en el pasado Festival de Venecia entre otros merecidos reconocimientos) interpreta a Mia, una joven aspirante a actriz que se encuentra con Ryan Gosling (Sebastian), un frustrado pianista de Jazz deseoso de tener su propio club y recuperar la esencia del jazz clásico (como, quizás, la de su propio director con la del musical). De esta forma, si Whiplash trataba sobre la dureza del camino hacia el éxito, La La Land, sin embargo, trata sobre las dolorosas perdidas de este idealizado camino hacia los sueños.


Como en todo buen clásico, las virtudes de la película son numerosas y nacen de un gran conjunto de labores. Lo principal es la pareja de actores, auténticos solitarios en una trama que prescinde de la importancia de los secundarios para centrar en su unión (o separación) todo el drama de la película. Si los musicales que todos recordamos son los de parejas como Fred Astaire y Ginger Rogers o Gene Kelly y Cyd Charisse y no solo los de Stanley Donen y Vincente Minelli, Chazelle consigue crear esa ilusión de pareja musical mitificada en su dúo protagonista. Menos cantantes y peores bailarines que sus antecesores pero más actores, la pareja derrocha naturalidad a lo largo de toda la película, encanto y realismo dentro de la más pura fantasía haciendo parecer espontaneas las más calculadas escenas. Sus capacidades de baile y cantó quedan por debajo de los especialistas clásicos, sin embargo, la naturalidad y calculada facilidad de ejecución de estos números de baile juega en favor de la obra, disminuyendo al mínimo la separación entre escena musical y escena a secas. Así se crea, junto con el continuo leitmotiv rítmico de la inspirada banda sonora de Justin Hurwitz, una unidad capaz de transmitir la sensación de continua escena musical sin perder el desarrollo dramático tal y como lo hacía, pero de manera literal (en cuanto a la totalidad de música), Los paraguas de Cherburgo de Jacques Demy. El flujo entre ambas fluye con un naturalismo inusitado, manteniendo la trama unificada en todo momento, sin detener el progreso dramático, algo de lo que sí pecaban la mayoría de los musicales clásicos.


El color, tan importante en el imaginario del musical también está más que presente, tanto en el paso de las estaciones del año sobre las cuales se apoya el relato como en relación al momento emocional en donde se encuentra la película. Todo se refleja en el cielo, en el vestuario y en las luces de interiores, elementos que se tiñen de las más vivas y diversas tonalidades, creando un corpus cromático tan expresivo como narrativo. El montaje y la estructura del relato también funcionan como perfecto engranaje de ritmo y narración, a juego con todos los elementos del largometraje. Desde el gran número musical que abre la película, el relato se separa en dos para seguir a ambos protagonistas hasta que estos se junten. El montaje separado de ambas tramas volverá a repetirse al final, momento en el que Chazelle realiza la mejor idea de toda la película. Tras el lucido y gigantesco número musical que abre la narración, el divertido y colorista número de la fiesta o el dramático número musical del último casting de Mia, el gran número final no es solo una escena más de baile, es otra película. Aislados del mundo por la cámara de su director, por el guion sin secundarios de importancia, por el montaje de seguimiento a ambos, por la fotografía que, caprichosa, borra a los demás en un negror absoluto, por el sonido que parece desaparecer en silencio hasta que no se cumple la unión de ambos, la película entera es un cuerpo vivo que lucha por convertirse en esa gran película de escasa duración que supone el último número musical de la película.


Cuando Gene Kelly y Vincente Minelli convencieron a la MGM de que les dejase salirse de la narración para crear un espectáculo musical de más de veinte minutos en donde recorrerían multitud de escenarios con motivos pictóricos impresionistas, gran cantidad de extras y colores con la ambición de conseguir llevar, desde la más férrea industria, el arte de su género un paso más adelante, nació Un americano en París (1951) y ganó 6 Oscars. Con esto muy presente, Chazelle recuerda que escribe un musical en 2017, no en los años cincuenta, sabe cómo tiene que acabarlo pero también recuerda como querría hacerlo. Recuerda también como Woody Allen hacia volar a Goldie Hawn en Todos dicen I love you (1996) y como Donen hacia bailar por el techo a Fred Astaire en Bodas reales (1951) pero Chazelle no se conforma solo con utilizar esta licencia para sublimar maravillosamente la escena del primer beso de sus protagonistas, cómicamente dilatado, haciéndolos levitar hasta el mismísimo cielo estrellado, su intención es, volvemos al último número, la de crear un sueño.


Cuando Hollywood “solo” era una fábrica de sueños, las películas podían ser simples cuentos de hadas, la chica, el chico o ambos siempre se convertían en estrellas, cumplían sus aspiraciones y acababan juntos, felizmente enamorados. El último tramo de La La Land representa, no solo lo que pudo ser y no fue, sino lo que nosotros, el espectador, desea. Por encima del uso nostálgico del iris negro en el montaje, del maravilloso uso del color y el vestuario, de sus dos soberbios protagonistas, sus largos planos y acertada composición musical, su libertad, esgrimida con el orgullo del que sabe utilizar las conquistas históricas de su género y su gran aparato de montaje y ritmo narrativo, La La Land es una película de su tiempo. Una obra perteneciente a una época, la actual, donde está mal visto dar concesiones al público, pero escudada tras las alabadas características de obras de otra época donde el disfrute del espectador, sin más y sin menos, era lo más importante. Chazelle crea para ellos (para nosotros) esa película “fácil”, llena de ritmo y color, de amor y ternura, así consigue crear el estado de trance, de bello y placido sueño en un espectador que no tiene que salir pensando del cine, solo riendo, con ganas de cantar, de bailar y de vivir.


Sin embargo, cuando el estado de euforia acaba empezamos a recordar que este estado no se corresponde con la realidad, la realidad de esos dos enamorados que vuelan y que hemos visto cristalizada en ese gran número final (aislado pero no caprichoso como sí lo es en la obra maestra de Minelli) no es lo que nos han contado en realidad. Si queremos, si nos apetece, recordamos que este “divertimento sin más” ha conseguido todos los objetivos que se suponen de él pero que también nos ha “engañado”. La historia que en realidad nos ha contado es un camino hacia los sueños, no hacia la felicidad, entonces aparece la amargura de una obra compleja y diferente. Una película con identidad propia que ha entendido muy bien el verdadero corazón de sus referentes clásicos sin olvidar su fecha de producción para no caer en una nostalgia vacía. Los sueños y la felicidad son dos cosas distintas, ambas, sin embargo, coexisten en esta gran película que es La La Land.

Por Rafael S. Casademont


Como extra os dejemos este videoensayo de la página Screenprism que hemos encontrado en donde se apuntan varias de las referencias visuales, temáticas y musicales de La La Land de una manera bastante inteligente y con grandes referencias, más allá de las evidentes.  Contiene SPOILERS.


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