Puede que mi carácter no sea
tan distinto al de Ignatius J. Reilly, y haga tiempo que haya perdido
la pasión por observar, o por lo menos admirar, cualquier proyección
cinematográfica que tenga la indecencia de ser expuesta. No lejos de
esta noción se encuentra la película de Alexandr Sokurov,
Francofonía. Puede
que fuera el calor del estío, adelantado varias semanas a su fecha
formal de inicio, o el raudo Morfeo, que oculto entre los numerosos
pliegues del arquitrabado techo del cine Doré, lanzó su soporífero
polvo sobre mis débiles pestañas,
que con una fuerza férrea, se fueron cerrando progresivamente en
busca de una paz interior que no proporcionaba una sala repleta de
personajes de la más diversa
condición social y educación.
Aunque rompiendo una lanza a su favor, he de indicar que supieron
acolchar sus ronquidos y modular su respiración al fin de lograr que
mi narcosis transitoria fuera agradable y rejuvenecedora.
Su
trabajo ha concluido, no siga leyendo si pertenece
a ese público insulso que es incapaz de diferenciar una defecación
del verdadero arte. Vaya a sus círculos de sociedad y trasmita la
imagen de la película que queda expuesta más arriba, y pasará de
ser un pedante ordinario a ser simplemente un ignorante vulgar con
aires de falso intelectual (si se me permite el consejo, concluya su
exégesis del film con una rimbombante afirmación de
que Vértigo y Ciudadano Kane son las mejores películas que el ser
humano ha tenido la capacidad de materializar en la gran pantalla, e
insulte, con los más divertidos e ingeniosos vocablos y términos
que su mediocre mente sea capaz de inventar a Brácula como la peor
de todas las películas que se han dignado a aparecer en cualquier
cine, aunque fuera el pequeño cine de un barrio humilde donde esa
exigua hora y media fuera el único momento de paz y entretenimiento
de
una familia que no podía permitirse un divertimento mayor o más
costoso)
Alexandr
Sokurov ya se adentró en las profundidades sentimentales e
identitarias de una gran nación en su película El Arca
Rusa (2002), donde analizaba la
historia de la propia Rusia, usando
como espacio el museo del
Hermitage, representante de la propia identidad cultural del país de
los zares (He
de manifestar mi desconocimiento de dicha obra fílmica hasta no hace
más de un par de meses, y que diversas labores me han impedido ver
su proyección hasta la actualidad). En
Francofonía, no
obstante, el director ruso abandona las gélidas y húmedas praderas
de San Petersburgo para adentrarse en las idiosincrasias místicas de
Francia, y por qué no decirlo, también de Europa. El arte
almacenado en el museo del Louvre sirve como eje principal para, a
través de un doble lenguaje, documental y ficticio, intentar
comprender la propia esencia del poder. Sería erróneo catalogar la
película como un simple documental puesto que el uso de diversas
capas de
tiempo, así como el metalenguaje propio del film, le aportan un
elemento de ficción que anula cualquier intención de
representación realista,
manifestando
más bien, una idea particular de la construcción identitaria.
El film renueva el estilo
documental al escindirse de los parámetros marcados por las grandes
producciones televisivas, exiliándose de la idea global de que el
documental debe girar en torno a un elemento material, ya sea una
persona o un objeto que sirve de excusa para penetrar en un periodo
histórico. Sin embargo, Sokurov realiza el camino contrario, nos
presenta un periodo: la invasión alemana de Francia durante la
Segunda Guerra Mundial como pretexto para introducir al espectador en
el ámbito intangible del poder y la identidad. Tratarla como una
simple película dramática donde el arte ocupa el lugar central de
la acción es errar en el final marcado por su autor, cuya idea
principal no es otra que destacar que el museo del Louvre es el
reflejo o manifestación artística de los anhelos y pensamientos más
profundos, no solo de un individuo o un grupo de ellos, sino de toda
una sociedad. El elemento cultural es la esencia misma del film,
desde el primer instante su director intenta trasmitir una asociación
de ideas sencillas: el museo es el custodio del arte; el arte es
cultura; la cultura es la expresión de la sociedad humana; por ende,
el museo aglutina y encierra la propia identidad nacional de una
sociedad. Los fantasmas de la trinidad revolucionaria (Igualdad,
libertad y fraternidad) y Napoleón son los representantes de esa
identidad que deambulan fantasmagóricamente entre los pasillos de un
edificio que no solo alberga, sino que es propio observador, del
desarrollo histórico de Francia.
Pero ¿dónde radica la
relación de la cultura con el poder? La sociología nos enseña que
toda élite política genera un sistema de doble coerción: física y
psicológica, como medio de mantener el poder. La retroalimentación
entre ambas es esencial para el funcionamiento y el mantenimiento del
poder, en unas sociedades donde el propio poder es fluctuante y
cambiante. La coerción física es patente a través del empleo de la
fuerza como forma de represión, mientras que la coerción
psicológica se sirve de símbolos y de un lenguaje concreto como
medio de alcanzar la sumisión del resto de la comunidad. Si el
empleo de la fuerza física permite el control a corto plazo, a largo
plazo su mantenimiento se hace inviable, lo que supone la necesidad
de crear todo un corpus simbólico, que no es más que la proyección
de la hegemonía cultural de la élite, que permite adulterar,
manipular y transformar la identidad introduciendo en ella los
aspectos y las nuevas ideas que aseguren el control por parte de la
élite hegemónica. En esta idea la cultura ocupa un lugar destacado,
en cuanto puede construir un imaginario colectivo lo suficientemente
potente como para adaptar y controlar al resto de la población. La
película aborda esta realidad a través de la representación de la
invasión nazi, donde la aniquilación de la identidad nacional,
protegida en el museo de el Louvre, se presenta como la acción más
eficaz para mantener el control de una Francia rendida pero no
derrotada.
No
es un film sobre el nazismo, ni siquiera sobre la Segunda Guerra
Mundial, es una película sobre la cultura y su influencia sobre la
sociedad, así lo transmite su autor a través de la ruptura del
espacio y el tiempo, haciendo avanzar al espectador en diferentes
niveles históricos: el pasado, el presente y el futuro,
llegando a interactuar
con los propios personajes. Poco
importa que el director sobresalga del muro que separa al narrador
omnisciente de los personajes, relatando cuales fueron sus fracasos y
errores, pues
sus
propias
biografías
no son
relevantes
para la narración.
El
futuro, con cierto pesimismo, es presentado como un tiempo de
incertidumbre, de peligro constante donde toda sociedad conocida es
destruible si el arca que alberga los símbolos del pasado es hundido
en un mar tempestuoso y embravecido. Fue Poseidón, quien enfurecido
contra Odiseo, lo condenó a un periplo de olvido, donde
perdió la noción
de
sí
mismo y
su identidad,
pero para Sokurov, no son los dioses omnipotentes del Olimpo quienes
pueden condenar al ser humano, sino que es su propia ignorancia la
que le puede llevar a hundirse en el mar del olvido.
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